Febrero de 2014
A Río de Janeiro la llaman la ciudad maravillosa. Llegamos al amanecer
y la encontramos en ebullición. En medio de un tráfico de hormiguero, la gente
sube y baja del autobús sin prestar demasiada atención a las paradas. Avanzamos lentamente por unas calles que se abren para dejar entrever una bahía brillante bajo la luz rasante
de los primeros rayos de sol.
Copacabana es un espacio diáfano y luminoso. Los turistas se
entremezclan con cariocas sudorosos que practican deporte mientras lucen
cuerpos y tatuajes. El pavimento del paseo marítimo, con sus ondas negras y
blancas, es un icono nacional. Sobre el firme, los puestos de agua de coco y
zumos de açaí se entremezclan con los
botecos que despachan cerveza helada.
La cuestión es hidratarse. De noche, la acera se llena de tenderetes. La
viajera compra una camiseta de Brasil (el Mundial ya está próximo) y cenamos en
la playa viendo a los niños de las favelas jugar con sus cometas.
Desde el Pão de Açúcar se disfruta de una bonita vista. El
morro, agradable, curioso, ofrece varias atracciones: la naturaleza -¡mira, macaquinhos!-, el paisaje, el
paseo en teleférico… No puede decirse lo mismo del Corcovado, masificado, desapacible.
Todo en torno al gran Redentor resulta un tanto falso, y la experiencia
ciertamente decepciona.
Ipanema es una playa que invita a pasear al atardecer. Desde la
arena vemos pasar un enorme y animado bloco:
el Carnaval está a punto de comenzar y las calles ya vibran con el reverbero de
los tambores. Por la noche, en Lapa, bebemos caipirinhas en alguno de los pocos locales de samba en los que es
posible encontrar un huequito para sentarse.
Paraty debe de ser, después de la capital carioca, el principal
destino turístico del estado de Río. En las tiendas de recuerdos, abundantes,
el producto estrella es la reputada cachaça
local, que se fabrica en los también numerosos alambiques de la zona. Paraty es
una ciudad pequeña, coqueta y colonial. Una ciudad que despliega una
escenografía espléndida, con su río lleno de barquitos atracados, sus calles intactas
de grandes e irregulares losas de piedra, y sus casas encaladas con puertas y ventanas
pintadas en vivos colores. Paraty es un buen sitio para hacer fotos de postal.
En Paraty la viajera experimenta, por primera vez, la lluvia
tropical. Cuando escampa, las calles se han convertido en pequeños canales y
para cruzar de una acera a otra es necesario meterse hasta las rodillas. La
gente hace esto con la naturalidad que envuelve a la costumbre.
Afortunadamente, el agua está tibia y calzamos sandalias de goma.
Desde Paraty hacemos algunas excursiones, de playa y de montaña.
A la playa de Paraty-Mirim se llega mejor en barca. Nosotros lo hacemos en
coche, a través de una pista de tierra retorcida e interminable, enlodazada por
las fuertes lluvias de ayer. Una pista de tierra por la que nos adelanta el
autobús de línea. En la playa, pequeña, recogida entre dos brazos de monte, hay
un bar. Comemos pasteles fritos cuando un hombre se acerca a nuestra mesa y nos
da a probar cachaça de su vaso.
Mientras bebemos dice: caramelada; y
se vuelve satisfecho a su sitio, en la barra, donde le esperan con expectación.
En la montaña los principales atractivos son las destilerías y las cataratas. Atravesamos
a pie un tramo de mata atlántica y nos dejamos resbalar por la Cachoeira do tobogã. Puede ser un juego
tonto, pero libera adrenalina.
Cerca de Paraty, en la frontera con el estado de Sao Pãulo, se
encuentra Trindade. Trindade es un pueblecito de pescadores al que a la gente
le ha dado por ir. A Trindade, que se esconde en la montaña, se llega por una
carretera muy empinada. A tramos el asfalto desaparece y el camino continua
sobre la roca desnuda, o sobre un arroyo que vierte su agua limpia en el mar.
En Trindade el océano invita a imaginar barcos de piratas. A la playa se accede
cruzando los estrechos callejones que separan las casas, oscuros y húmedos.
Atrás, en la calle principal del pueblo, algunos locales sirven comidas. Almorzamos
al peso en una mesita con mantel de hule. La comida la prepara una mujer joven
y la despacha su hijo, un niño que se ayuda de los dedos para calcular nuestra
cuenta.
Volvemos a Campinas por una carretera que, bajo una niebla
densa, serpentea para sortear la Serra do
Mar, último reducto del vergel tropical que encontraron los portugueses al
arribar, siglos atrás, al litoral sur brasileño. Ya en la autovía, de camino a
casa, la viajera, que se llama Carmen, avista un tucán. El pájaro, con su pico
imponente, majestuoso, parece cruzar el cielo anunciando nuestro próximo
destino: el Pantanal Matogrossense.
Paraty, la ciudad colonial que mira al mar
2 comentarios:
La viajera pensó que ese sería el único tucán que avistaría. Cuán equivocada estaba...
Vibrante Brasil, con todas las penalidades, sacrificios e incomodidades que conlleva, es una tierra donde uno puede llegar a descubrir que quizás es cierto eso de que existen más de cinco sentidos. Gracias, viajero por compartir tu experiencia con la viajera.
Brasil es, efectivamente, un Nuevo Mundo, un lugar para descubrir y compartir.
Se vive mejor cuando la maritaca revolotea a tu alrededor ;-)
Gracias por el comentario
Publicar un comentario