Relato breve
Oscuridad. Es de noche y una sombra se desliza
liviana por los tejados de una ciudad antigua que duerme. La luz lunar,
tamizada por nubes asalmonadas, apenas descubre a este gato humano que besa con
sus pies las tejas, sin quebrarlas, y supera los desniveles de su camino
clandestino sin emitir sonido alguno. Su objetivo está próximo, pero mantiene
la cabeza fría y calcula bien sus movimientos. Algo más aprisa ahora. El cielo
está rosa y amenaza agua. No quiere mojarse.
Ya ha llegado. El
Museo Arqueológico ocupa un antiguo palacio. Ahí abajo, un patio central emana romanticismo.
De puntillas, saca una cuerda de una oscura mochila, la amarra a un pequeño
saliente encalado y desciende como una gota de pez hasta el suelo empedrado.
Ahora solo resta coger aquello a por lo que ha venido. Y marcharse. Mañana:
entrega y cobro. El hombre mira en rededor y se descubre rodeado de pedazos de
edificios de un pasado que le parece muy lejano.
Camina entre
restos de esculturas y otras piedras de forma humana. Se distrae con una mujer
tullida, agachada, con los dedos de los pies enormes. Por un momento su imaginación
vuela y olvida que no es un visitante en este museo: se pregunta quién sería, reconstruye
la postura de sus brazos, imagina qué borró el gesto de su rostro de piedra... Vuelve
a la realidad.
Comienza la búsqueda.
Atraviesa una puerta situada en lado derecho del patio. Es la más grande y le
parece lujosa y antigua. Más apropiada, piensa, para contener un tesoro. Saca
de su mochila negra una linterna, pues la escasa luz lunar de esta noche de
tormenta no consigue penetrar en el interior de la habitación. Sabe que lo que
ha venido a buscar se encuentra en una vitrina. Eso le han dicho, por lo que se
dirige directamente a una de las dos que hay en la sala. No hay monedas en
ella, solo viejos cacharros, no muy distintos, por cierto, a los que de niño
tenía en casa, allá en el pueblo. El contenido de la segunda vitrina tampoco le
satisface.
Vuelve al patio y
se dirige a la puerta situada junto a la escalera que conduce a la planta
superior del palacio. Topa, nada más entrar, con su objetivo. Ilumina las
monedas y las mira a través del cristal: poco más de una docena, y todas
viejas, muy viejas, oxidadas y rotas, como pisadas en la vía por las ruedas del
tren. Poco le importa. Solo le preocupa que se le pague lo prometido por este puñado
de chatarra. Da un golpe seco en el cristal superior, que se crispa y deshace.
Fuera, truena y comienza a llover. Las gotas de lluvia caen sobre la verdina de
los tejados como los cristales rotos sobre el tapete verde de la vitrina. Sin
dilación, recoge las monedas y las guarda en una pequeña bolsa de tela. Se
dispone a marcharse ya.
Cruza el patio en
busca de la cuerda, que le espera erguida y húmeda allí donde la dejó. Algunos
relámpagos iluminan con sus flashes las esculturas que habitan el museo, que
clavan en el ladrón su penetrante mirada sin ojos. El hombre asciende y emprende
el camino de vuelta, más acelerado ahora, con la lluvia empapándole la ropa
oscura. Lo ha conseguido, piensa, mañana entregará las monedas, recibirá su
dinero y asunto concluido. Todo ha marchado según lo previsto.
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El sol brilla alto
en el cielo y un hombre pequeño y obeso espera con impaciencia y dinero a una
cita que se retrasa. Fuma, suda y se inquieta. Las aceras relucen por la
lluvia de anoche, pero ahora el sol aprieta duro en un cielo azul y raso,
imponiendo su presencia. El hombrecillo seca insistentemente el sudor de su
rostro con un pañuelo blanco empapado. Su frágil corazón late acelerado, golpeándole
el pecho. Esto le incomoda. Mira una y otra vez su reloj preguntándose por qué
tarda tanto en aparecer aquel a quien espera. Al parecer, nadie le ha dicho que
anoche la verdina mojada de un tejado quebró contra el suelo de la calle los
huesos de un ladronzuelo de monedas.
Juan Manuel Cano Sanchiz
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