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viernes, 31 de mayo de 2013

Un perro andaluz (Buñuel, 1929)




Un perro andaluz no es cine dominante. No sigue el modelo de representación institucional. Esto queda claro desde el comienzo, cuando el ojo (del espectador) es brutalmente destruido -o metamorfoseado en otra cosa (en agujero)-, preparándosele, así, para ver algo distinto, para mirar un cine otro, que diría Poyato.


Se trata de un texto fílmico en cuyo relato el tiempo y el espacio han sido, como el propio ojo, despedazados. Es por ello que la película no puede ser leída desde la narratividad, y menos del mismo modo en que se lee el relato literario.
La significación de las imágenes de Un perro andaluz deviene de otros parámetros, como la densidad semántica de los objetos, que funcionan como metáforas/metonimias de conceptos muchas veces abstractos: el sexo, la muerte… Yuxtaposiciones imposibles, como el hormiguero en la palma de la mano, anotan un significado que va más allá de la materialidad y emana de la confrontación de ideas, habilitando lecturas diferentes que trascienden el valor de sus propios signos. El montaje (que más que suturar, en el sentido de raccord, separa) juega asimismo un papel semántico destacado, así como las rimas visuales que establece: por ejemplo, entre la luna atravesada por la nube y el ojo por la navaja.


En suma, Un perro andaluz es un filme que se separa radicalmente del cine clásico americano, y que por tanto ha de ser percibido de otro modo. Un cine difícil, que reta al espectador y le exige la mirada limpia que sólo se alcanza con el sacrifico, brutal, de la destrucción de lo pre-sabido.




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