Un cuento de Horacio Quiroga (1917).
Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el
mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche no se ven ni hay
advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.
Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a
favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren
así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.
No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto,
han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por
su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura
las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se
detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de
algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada
día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto
siempre está frecuentado.
El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las
tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes.
Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María
Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de Agosto de 1903, y que el 26 de
mañana se puso al habla con una
corbeta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un paquete,
no teniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En
el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. La
cocina estaba prendida aún. Una máquina de coser tenía la aguja suspendida
sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la
menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden; y faltaban todos.
¿Qué pasó?
La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente.
Íbamos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfectamente cierta,
por otro lado.
La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del campo de
batalla presente, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto
oído a la voz de los marineros en proa. Una señora recién casada se atrevió:
-¿No serán águilas?...
El capitán se sonrió bondadosamente:
-¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?
Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.
Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos
curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por
su cuenta y riesgo, y hablando poco.
-¡Ah! ¡si nos contara, señor!- suplicó la joven de las águilas.
-No tengo inconveniente- asintió el discreto individuo. -En dos
palabras (y en los mares del norte, como el María Margarita del capitán) encontramos
una vez un barco a vela. Nuestro rumbo (viajábamos también a vela) nos llevó
casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque, llamó
nuestra atención, y disminuimos la marcha, observándolo. Al fin desprendimos
una chalupa; abordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto
orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo
que no sentimos mayor impresión. Aún nos reímos un poco de las famosas desapariciones
súbitas.
Ocho de nuestros hombres quedaron abordo para el gobierno del
nuevo buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino.
Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente.
Desprendiose de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el
buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar estaba
absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con
papas.
Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra
gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui
con ellos. Apenas abordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para
desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda y a la hora la mayoría
cantaba ya.
Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y
las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso.
Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en
un cabo y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De
pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los
miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después
dejó la camiseta en el cabo arrollado, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir
el ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido.
En seguida se olvidaron, volviendo a la apatía común.
Al rato otro se desperezó, restregose los ojos caminando, y se
tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban
en el hombro.
-¿Qué hora es?
-Las cinco- respondí. El viejo marinero me miró desconfiado, con
las manos en los bolsillos, recostándose enfrente de mí. Miró largo rato mi
pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.
Los tres que quedaban se acercaron rápidamente y observaron el remolino.
Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos.
Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno
tras otro. A las seis, el último se levantó, se compuso la ropa, apartose el
pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.
Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto.
Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo
moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se
volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse en
seguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día
anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.
Nos quedamos mirando al raro hombre con excesiva curiosidad.
-¿Y usted no sintió nada?- le preguntó mi vecino de camarote.
-Sí, un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero
nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en
vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía,
como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse cuenta, acepté
sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy
semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que
noche a noche se ahorcaban.
Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Se fue
al rato. El capitán lo siguió un rato de reojo.
-¡Farsante!- murmuró.
-Al contrario- dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra. -Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado al agua.
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